Los profetas del Antiguo
Testamento habían anunciado la venida del mesías de forma triunfal y
apocalíptica.
En este relato del bautismo
reaparecen algunos de estos rasgos en la forma (género literario) de contar las
cosas. Sin embargo, aquí subyace una necesidad de anuncio por otro motivo, la
humildad de la llegada, la manera silenciosa y poco habitual de la hierofanía
real de Dios en Jesús.
Es como si Juan necesitase
advertir que el que tenía que llegar, el mesías, “el que puede más que yo…”
llegaría detrás de él. Necesidad de avisar por si la llegada humilde pudiera
pasar desapercibida para el pueblo; porque, además, el llegar “detrás de” no
solía ser muy habitual en las personas importantes que, por serlo, eran los primeros.
El bautismo de agua que practicaba él, bautismo de hombres, no tiene parangón
con la fuerza del perdón de los pecados y la misericordia de Dios.
Acabamos de celebrar la Navidad,
la manera humilde de llegar Dios a la tierra. En su vida adulta, pública, Jesús
no deja de lado esa humildad y se presenta sin ruidos, sin truenos ni
estruendos.
Los que hemos tenido la
oportunidad de pisar los santos lugares y hemos estado en el Jordán y sus
orillas, en el lugar donde tradicionalmente se realizaban bautizos colectivos
en tiempos de Juan y Jesús, nos hemos visto casi obligados a desechar las
grandezas y adornos literarios de los relatos y nuestra imaginación, que
otorgan al lugar, a los lugares, una belleza idílica. Cuando te ves allí, en
mitad del desierto, respirando, viendo, oliendo, sintiendo,
viviendo…cotidianidad y normalidad, comienzas a descubrir al Jesús de las
sandalias.
“Apenas salió del agua…”.
Como una nueva vida que emerge del agua con toda su fuerza. La puesta en escena
de Jesús en la tierra de forma “oficial”
hace que se rasgue el cielo (a eso me refería antes con lo de las
reminiscencias del Antiguo Testamento en el género literario). La presencia de
Jesús entre nosotros cambia o ha de cambiar nuestra visión del cielo y la
tierra, del cosmos.
Jesús no se pone en la fila de
los que van a ser bautizados como uno más por una cuestión de tradición ritual
(porque además ese tipo de bautismos, de profetas populares, no eran oficiales
ni obligatorios) sino porque verdaderamente había entendido que su vida debía
cambiar, había cambiado, y que la vivencia y pregón del Reino exigía un cambio
radical que comenzaba con ese símbolo público del resurgir del agua.
Dios llega para rasgar nuestros
esquemas y jerarquías celestes y terrestres con el fuego del Espíritu que ha de
nacer de lo más íntimo del ser. Ya no basta con un gesto externo que nos invita
a la conversión y limpieza rituales con agua. Ahora el bautismo de Espíritu
rasga nuestro ser porque nace de dentro y ha de dar sus frutos fuera.
La humildad de Juan: “No
merezco ni agacharme para desatarle las sandalias”, es el comienzo de
la actitud que requiere el Reino de Dios, es la continuidad del humilde
nacimiento y un preámbulo de lo que tenía que llegar.
En la Iglesia no nos debería
preocupar tanto el secularismo y las fórmulas para evitarlo, los hermanos que
se “apartan” de Dios, sino que más bien deberíamos trabajar unidos para cambiar
lo que, desde dentro, hace que haya hermanos que no nos reconozcan como tal.
La Iglesia ha retomado el bautismo
del agua con la invocación y presencia del Espíritu Santo. Agua y fuego se unen
en una nueva creación para infundir en el bautizado la fuerza necesaria para
cambiar su vida, la vida. La Iglesia ha de ser un río de agua viva, un nuevo
Jordán, que haga renacer en el Espíritu y la unidad a sus hijos.
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