Una
vez más Dios, Jesús, nos sorprende con su lógica, con su manera de medir y
ejercer la justicia. Una vez más Dios se desvincula de los cálculos y las
matemáticas humanas para enseñarnos su propia economía, la “economía divina”.
Una
lógica que no radica en dar a cada uno lo que merece según sus esfuerzos sino
lo que necesita, y en ejercer una bondad que no conoce límites y que asegura,
no tanto el “te pago lo que has rendido”, sino la igualdad de oportunidades.
“Id
también vosotros a mi viña”. Es cierto que esto nos cuesta comprenderlo
y que para nuestro concepto de lo que es justo y lo que no, es duro encajarlo.
Pero si Dios nos regala todo lo necesario para vivir en paz y bienestar… ¿Por qué
nos ha de molestar que otros tengan también lo necesario para vivir? ¿Por qué
molesta que Dios ejerza una bondad que supera todo cálculo humano? Dios no es
un gestor que calcula las horas, los días y las obras para después pagar según
lo rendido sino que rescata y ayuda a
cada uno cuando lo necesita y nos ofrece, a todos sus hijos, lo que necesitamos
para vivir con dignidad. Si unos nos hemos sentido rescatados, mimados, por
Dios antes que otros, no debemos tener
envidia ni rencor ante los que han sido llamados después y reciben los mismos
beneficios que nosotros.
En
la tierra de Jesús, un denario era lo que necesitaban para poder vivir durante
un día, para poder tener el pan y alimento necesario para sobrevivir. El
jornalero llama a trabajar en su viña y va rescatando del paro a todos aquellos
que aceptan su invitación (a unos desde el alba, a otros a mediodía y otros por
la tarde); lo importante no es cuando los encuentra sino la aceptación de esa invitación
a trabajar en la viña del señor.
“¿Vas
a tener tu envidia porque yo soy bueno?”. Los cristianos hemos estado,
y aún lo estamos, asustados (quizás por la herencia recibida del judaísmo veterotestamentario
más ortodoxo y las interpretaciones demasiado “humanas” de la Iglesia) pensando
que Dios tiene un diario donde va anotando todas nuestras acciones y lo que
hacemos o no, para luego ejercer justicia matemática sobre nosotros al final de
los tiempos. Ese pensamiento o creencia nos resta libertad y alegría de vivir.
Es cierto que, teniendo claro lo que Dios quiere de nosotros, hemos de ser
fieles y esforzarnos en trabajar en ese campo al que hemos sido invitados, el
Reino, pero quizás hemos de alejarnos de la idea de un Dios que sólo está
pendiente de si pecamos o no, porque
estar obsesionados siempre con el pecado nos impide vivir en la alegría y el
amor de Dios y hace que nos convirtamos en jueces de los hermanos, más de lo
que creemos que pueda serlo Dios.
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