“En
el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la
Palabra era Dios”. Al escuchar este evangelio me viene a la cabeza la
veneración y respeto con que los judíos tratan la Palabra (Tanaj). De esto nos
damos cuenta si analizamos bien el evangelio de Juan, desde el mismo capítulo y
versículo uno, viendo como identifica inseparablemente a Dios Padre (El Dios
creador y origen de todo de la tradición veterotestamentaria) con la
encarnación de Dios, Jesús-Dios hecho hombre.
El
Dios que crea todo a través de su Palabra, se encarna a través de la Palabra
para ser Palabra; Palabra de Dios. Y así
lo proclamamos al leer la Biblia en nuestras celebraciones, pero a veces
me queda la impresión de que no terminamos de creérnoslo. La actitud tanto
interior como corporal al escuchar la Palabra no da signos de estar delante del
mismo Dios, de estar escuchando su misma Palabra. En esto nuestros hermanos
judíos se han cuidado más, y así nos lo enseñaron y transmitieron cuando aún no
nos llamábamos cristianos sino judeocristianos.
No
me estoy refiriendo simplemente a la liturgia eucarística que reservamos a la
Palabra, siendo esta evidentemente menos resaltada que la liturgia de
consagración-comunión sino al cuidado personal y transmisión que hacemos de
ella en nuestro día a día.
“En
la palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres”. Esa es la
clave. Si creemos firmemente que la Palabra puede ayudarnos a vivir, que puede
ser y debe ser el lugar desde donde edificar nuestra vida, no dejaremos de
tener contratiempos pero si tendremos más luz, porque esa luz brillará en la
tiniebla, pero para que esto sea así hemos de empezar por creer que es posible.
Dios
no es lo que nosotros queremos que sea sino lo que es, y lo que es lo es en
Jesús porque el mismo Dios se ha querido revelarse a los hombres como hombre y
como Palabra; Por eso, la Palabra de Dios ha de ocupar en nuestra liturgia y
nuestra vida un lugar privilegiado.
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