Es
necesario que el hombre se posicione ante misterios como el de la Eucaristía
para que nos demos cuenta de nuestra pequeñez. De nuestra pequeñez, pero
también de nuestro atrevimiento y osadía al querer comprender del todo lo que
Cristo-Dios desvela en este Misterio. Lo que sí parece estar claro es que,
dentro del misterio de la Pascua-eucaristía, encontramos otro gran misterio
humano muy pocas veces llevado a su culmen, el gran misterio del amor hasta la
entrega de la propia vida. La entrega más extrema que un ser humano puede
hacer.
Jesús
utilizó en su cena de pascua el pan y el vino para tratar de explicarnos una
parte de dicho misterio. Era lo más lógico y didáctico; Jesús como buen
maestro-pedagogo partió de lo que ya sabían y conocían sus discípulos para
introducir un cambio, una enseñanza nueva. Una enseñanza que cambiaría el mundo
y la forma de entender a Dios y la religión (cualquier religión que sea digna
de llamarse así, y que busque realmente al Creador y no esté manipulada por
intereses humanos).
Pero
tan cierto como que Jesús intentó ser lo más claro, didáctico y sencillo
posible en aquella cena, lo es también (y Dios sabe cuánto me cuesta decir y
reconocer esto) que hoy no hemos sabido, aún, llevar a término ese mandato de
recordarlo en ese gesto de partir y REPARTIR el pan. Nuestras eucaristías
distan mucho de la cena amistosa, cercana y en la que se todos se sentían
familia, que celebraron Jesús y sus discípulos. Si bien es cierto que en ningún
evangelio, excepto en Lucas y porque recibe la tradición de su maestro S.
Pablo, hay referencia al recuerdo en memoria de Jesús con el gesto de la cena;
ágapes o cenas que ya en tiempos de San Pablo creaban discordia y separación
entre los hermanos por la manera de celebrarlas (1 Cor 11, 20-24).
Sabemos
que hay muchas cosas que tienen que cambiar dentro de la Iglesia, es normal y
necesario dentro de un grupo humano tan grande y con una tradición de tantos
siglos. El cambio es necesario para ser auténticos. Y uno de esos cambios,
todos sabemos que lo está necesitando, ha de ser para nuestra forma de celebrar
la eucaristía, nuestra liturgia, pero aún sabiéndolo no damos muchos pasos para
ello. Pensamos que cambiando algunos cantos, traduciendo a lenguas vernáculas y
reduciendo algunas oraciones y prefacios, lo tenemos todo hecho. Decimos que la
eucaristía está abierta a todo el mundo pero eso es sencillamente mentira, o al
menos si en teoría es verdad, en la práctica los que estamos cerrados somos
nosotros. Si realmente pensamos que la eucaristía es lo que nos define, en dónde
somos enviados a la misión y en donde nos entendemos como cristianos y
compartimos como una verdadera comunidad… Si realmente la eucaristía ha de ser
eso, nuestras eucaristías dominicales han de cambiar ya. No podemos sobrevivir
con unos pocos fieles, que sí, son fieles de verdad pero que poco pueden
cambiar si no les dejan o sencillamente no saben cómo hacerlo.
Queridos
hermanos (obispos de la Iglesia universal-católica). Nuestra eucaristía no solo
no dice mucho a la gente que está lejos de nosotros sino que tampoco les dice a
muchos hermanos que, habiendo recibido el bautismo, se sienten fuera de lugar. No
podemos estar diciendo que es la casa de todos, un lugar y una cena para todos
(también para los “Iscariotes”) y estar negando la comunión, negar a Cristo, a
diestro y siniestro. No podemos estar atemorizando a los que, aún sintiéndose
muy pecadores, sienten que tienen que ponerse en la fila de la comunión, y por
unas palabras genéricas del sacerdote quedarse sentados sin la posibilidad de
unirse físicamente a Cristo.
Es
cierto que necesitamos sínodos sobre la familia y otras cuestiones que han de
quedar claras, pero ¿No pensáis que urge
también una revisión seria y madura de lo es, y así poder reflejarlo con
autenticidad, el misterio identitario y la razón de ser del cristiano? ¿No nos convendría un “sínodo”
(cambio en la Iglesia) del misterio del Amor hasta el extremo?
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