En no pocas ocasiones nos
sentimos “en el compromiso” de acudir a una boda. Es cada vez más común el que
no nos haga gracia recibir una invitación de boda a la que, si no quedáramos
mal, rehusaríamos acudir. Son pocas las bodas a las que nos agrada y apetece ir
y en las que no nos importa “echar el sobre”.
Pero en el evangelio de Mateo se
habla de una boda especial, porque quién
invita y convoca es un rey. Se casa su hijo y manda a sus criados que llamen a
los invitados, pero estos no quieren ir; rehúsan la invitación, rechazan en dos
ocasiones acudir al banquete.
Jesús sabía muy bien que los
“criados” del Señor, los profetas, anunciaron dicha boda, dicho evento
importante. Las primeras tarjetas de boda iban destinadas a los que, se supone,
entenderían y podrían transmitir mejor la llegada del novio, la llegada del
Cristo. Pero los criados fueron rechazados, incluso castigados, por los
destinatarios de dichas invitaciones. Como les ocurrió también una vez a los
criados del señor de la viña en manos de los trabajadores (Mt 21, 33-43).
Al contar la parábola, Jesús ha
de utilizar en ciertos momentos el lenguaje apocalíptico de ira y destrucción
del pecado (el rechazo a Dios) que se venía utilizando en los profetas de la
Antigua Alianza, para que sus oyentes entendieran bien que Dios invita y los
hombres rechazan, lo cual se merece un castigo.
El Reino de Dios no va destinado
a unos pocos. “Ya no habrá ni judíos ni griegos ni gentiles ni paganos…”. Se
supone que eso ya lo tenemos claro desde los inicios de la Iglesia. El concilio
de Jerusalén, y lo que de allí salió, ha
de ser para nosotros guía y referente en nuestro camino presente y futuro. Ahora todos somos el Pueblo
de Dios; porque la piedra que desecharon unos… es apreciada por otros. Salgamos
a los caminos en los que encontraremos buenos y malos y ofrezcamos lo que somos
y creemos.
En no pocas ocasiones, los
cristianos nos creemos en posesión absoluta de la verdad. Herederos del Reino y
transmisores del mismo. En nuestro tiempo es necesario que dejemos atrás los
esquemas preconcebidos y dejemos de dar por hecho que por haber recibido el
bautismo somos los elegidos, invitados y aceptados a la boda; porque sabemos
muy bien que, a veces, rechazamos dicha invitación. Vivimos en un tiempo en el
que urge la convivencia y aceptación de lo que en otros hay de verdad. Nuestra
verdad a veces no es la Verdad, estando quizás más cerca los que, sin
pretenderlo, se acercan al banquete habiéndoseles invitado una sola vez.
El traje para la boda que nos
pide Dios ha de confeccionarse con entrañas de misericordia y un hilo fino, el
hilo de la clarividencia del Reino. Ya no sirven nuestros vestidos viejos,
nuestras costumbres, lo que dábamos por hecho, nuestra propia idea de Dios y su
justicia; Ahora hemos de estrenar un traje nuevo, hemos de revestirnos del paño
de la pureza. Y eso no quiere decir que no podamos cometer faltas, que no
erremos, sino que nuestras faltas si se cometen, sea desde la ignorancia humana y desde un corazón
que no busca el mal aunque a veces esté ahí.
“No por mucho decir Señor, Señor…” estaremos más cerca de Él, sino que
más bien hemos de movernos, aceptar gustosamente la invitación al banquete y
acudir prestos y revestidos de un traje nuevo, la túnica de una sola pieza de
Jesús, la verdadera Iglesia.
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