“Los once discípulos se fueron a
Galilea…”.
Después de la Pasión, la Pascua y Pentecostés, los discípulos vuelven a sus orígenes, vuelven a Galilea, donde todo
empezó.
Volver a las raíces es, muchas veces,
la única manera de hacer las cosas bien, la única manera de garantizar la
fidelidad al reino.
Hoy, en la Iglesia, atendemos a una
desbandada de hermanos que, por diferentes razones, se alejan de la comunidad.
Sean cuales sean los motivos (algo que nos atañe a todos) lo que es común es el
rechazo a la que es su comunidad, la no identificación con lo que es o cómo se
vive dentro de ella. Es preocupante ver como en la generalidad de nuestras
iglesias, es la gente mayor la que acude domingo tras domingo. Es curioso ver
cómo en la liturgia de la eucaristía, celebración clave y principal de nuestra
fe, las respuestas son tímidas y mecánicas. Es triste oír sermones que, más que
buenas noticias (εὐαγγέλιον), son regañinas y llamadas de atención
a los muchos pecados de los fieles; Pero también es triste ver la falta de
implicación y compromiso de los que nos llamamos bautizados.
Ya no es tiempo de lamentos
veterotestamentarios, ya no es tiempo de tristezas y golpes de pecho que se
quedan en el gesto pero que no solucionan nada. Es tiempo de volver a la raíz,
es tiempo de encontrarse de nuevo con Jesús en Galilea, tu Galilea; Tú con
Jesús, el momento en el que le descubriste, el momento en el que te enamoraste
de Él, de su Buena Noticia. El gran problema es si eso nunca ha ocurrido, si no
hemos descubierto personalmente a Jesús, a Dios en nuestra vida, sino que nos
lo han dado, nos lo han enseñado sin más y sólo lo conocemos de oídas.
Es cierto que no hay fórmulas mágicas
para solucionar este panorama, pero quizás una de las claves sea esa: “volver a
Galilea”; Encontrarnos allí con Jesús. Él también nos llama, como a los
discípulos, para que volvamos a sentirle en la raíz, en la pureza y la
inocencia del inicio de una relación.
“Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra”. La Iglesia dice de sí misma en el Concilio Vaticano II que es: “Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu” (LG 17). Estas tres imágenes responden a nuestro origen trinitario. Dios elige al pueblo, el pueblo son sus hijos queridos. No debemos caer en el exclusivismo porque eso no hace nada más que apartar, crear “apartheids religiosas” y olvidarnos de nuestro origen divino, de nuestro ser de hijos de Dios.
Precisamente en el ejemplo de Dios
Hijo, Dios encarnado, hemos de poner nuestra atención para poder ser su cuerpo
en esta tierra. Teniendo a Cristo como cabeza perfecta de este cuerpo
imperfecto, guiado y animado por su Espíritu que sólo puede estar en y con
nosotros si nos abrimos a Él y no permanecemos cerrados. Sólo podemos ser
imagen del Dios Trinitario si aceptamos en nuestra vida un Pentecostés
transformador.
“Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Bautizar y aceptar el bautismo trinitario, supone aceptar la presencia de Dios en la historia de la humanidad, aceptar una Historia de salvación. Ser bautizado es una gran responsabilidad; Hoy echamos en falta más que nunca ese compromiso que requiere el ser cristiano. Ser bautizados hoy y aceptarlo de verdad y con todas sus consecuencias no es fácil, pero sólo el que se sabe lleno del Espíritu goza de sus dones y siente que la vida no es vida sin Él; Que si nos falta Él somos como fantasmas perdidos en medio de la historia humana, números efímeros en la fría y, a veces, cruel historia humana.
El cristiano que toma en serio su
bautismo es el que ha asumido estas palabras: “Y sabed que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.