sábado, 25 de noviembre de 2017

La medida será la compasión (Mt 25, 31-46)

Sería absurdo creer que se puede participar-entrar en el Reino de Dios sin acordarse de los más débiles y pequeños; porque en el Reino de Dios no son imaginables las diferencias y desórdenes sociales que “reinan” en nuestro mundillo.
Mateo nos muestra a un Jesús que tiene claro que la herencia del Reino se dividirá (a derecha e izquierda) y que el criterio de esa división será “la medida de la compasión”.
“Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos sus ángeles con Él, se sentará en el trono de su gloria…”. Jesús no inventa esta grandiosidad y vistosidad del cortejo real y celeste, es más bien una imagen que tiene heredada, tanto Él como su pueblo, y que viene de los profetas (Daniel, Ezequiel y otros).
“Él separará a unos de otros, como un pastor separa…”. De la misma manera Jesús se sirve de la imagen del pastor, y no precisamente porque este fuera un oficio bien acogido o que gozara de especial dignidad, sino más bien porque era un imagen entendible, a la vez que catequética y muy clara.
Los dos grupos, el de la derecha y el de la izquierda, los benditos y los malditos, son llamados a un diálogo en la presencia de Dios. Pero estos no son grupos que haya hecho Dios a priori ni por capricho sino que todos, en un principio mezclados en la sala del trono del gran juicio final, son diferenciados por Dios tomando como criterio las propias obras de cada uno; los que se han empeñado en pertenecer a las obras que bendice Dios, o aquellos que han olvidado que Dios está en los más pequeños. El juicio se basa en actitudes cotidianas y no en grandes portentos que estén lejos de cualquier mano o sólo al alcance de aquellos que gozan de algún tipo de poder humano. Dar de comer, de beber, vestir al desnudo, visitar al enfermo o encarcelado… está al alcance de todos. La compasión es una forma de amor, y como bien sabemos, “Al final de la vida, nos examinarán del amor…”.
“Señor, ¿Cuando te vimos con hambre…?”. A los hombres nos cuesta descubrir a Dios en las cosas más pequeñas y cotidianas, y mucho más descubrir la presencia real de Dios en los demás, en el otro, en el prójimo o el más débil.
Se ve con claridad en esta parábola como el criterio para la salvación, no es tanto el culto-ritual de un determinado grupo o religión, ni la sola exclamación de la Palabra a Dios sino la glorificación de Dios por las obras, el identificarle con los más pequeños y el si hemos sido merced-misericordia con el encarcelado o cautivo de cualquier tipo de esclavitud.
La comunidad cristiana tiene los medios necesarios para la salvación (por eso proclamamos en el credo que la Iglesia es santa) pero también tenemos que ser conscientes de que no tenemos la exclusiva, la única llave de entrada al Reino de Dios, y por tanto hemos de aceptar que la bondad y el amor y, al menos parte de la verdad, también reside más allá de nuestra comunidad.
Celebramos la fiesta de Cristo-Rey. Desde muy niño me ha llamado la atención cómo nos hemos imaginado y hemos representado esta fiesta (y a Dios en ella) desde la piedad más popular. Esas imágenes de Cristo vestido de rey, entronizado y coronado al estilo de las monarquías humanas más conservadoras y absolutas. Es curioso como por un lado Jesús nos habla de un Dios-pastor  y nosotros, por otro lado,  lo coronamos de oro y joyas.
Con la fiesta de Cristo, Rey del universo, la Iglesia concluye un ciclo litúrgico anual y se prepara para entrar en un tiempo de revisión personal y comunitaria, el Adviento, para acogerle de nuevo, aprendiendo de los errores pasados y superando miedos y calamidades humanas con la intención de ser sus testigos allá donde Él nos lleve.

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