viernes, 11 de agosto de 2017

"Ánimo que soy Yo" (Mt 14, 22-33)

El evangelio, más bien el evangelista Mateo, se asegura bien de que sepamos que Jesús estaba en “la otra orilla” con todo lo que este hecho conlleva. ¿Es una mera referencia geográfica para situar a Jesús? No, ya que ni siquiera se nos dice la zona, población o lugar concreto en donde se encontraban Jesús y sus discípulos. Lo que sí sabemos es que estaban rodeados de  una gran muchedumbre en la otra orilla.
“Después de despedir a la gente, subió al monte a solas a orar”. No es la única ocasión en la que vemos que Jesús cruza el lago de Galilea y se aventura hacia la otra orilla, para rodearse y transmitir la Buena Nueva a otras gentes (no judíos).
Parece como si Jesús quisiera quedarse sólo con aquella gente y despedirlos con calma ¿Es más bien esto o quizás también quería que sus discípulos afrontaran sin Él la travesía del lago? Lo que sí es evidente es que Jesús no tuvo prisa en acompañarles, ya que después de despedir a la gente se retiró a solas a orar. Era muy importante poner en las manos del Padre lo que acababa de hacer, poner en la manos del Padre a tanta gente que lo había escuchado y también a aquellos que ya iban en la barca hacía “tierra segura”. En los evangelios Jesús se retira a orar a solas en momentos importantes y significativos de su misión.
¿Cómo es posible que un grupo de hombres, la mayoría pescadores, teman en medio del lago al agua y al viento? La soledad, el sentimiento de protección y seguridad que les aportaba Jesús se había desvanecido por un momento; Sus dotes de pescadores, dotes humanas, no son suficientes para afrontar ciertos momentos de peligro y soledad. Cuando el viento es contrario, cuando en la vida nos pueden las adversidades, nos superan los acontecimientos y descubrimos nuestra limitación y debilidad, echamos en falta la mano protectora del que sabemos que es el único que puede comprender, acoger y ayudar. Todos nos hemos sentido alguna vez abandonados en mitad de la nada, sin referencias por las que guiarnos en mitad de la noche, sin faros ni guías hacia los  que acudir.
“Y a la cuarta vigilia de la noche…” Ya bien entrada la noche, casi de madrugada (entre las 3 y las 6 de la madrugada) es cuando Jesús decide acercarse, al ver como vacilan las fuerzas y recursos humanos de sus discípulos.
Con frecuencia, perdemos la paciencia y nos abandonamos al mejor postor, a lo primero que nos ofrezca seguridad, y esto hace que cuando tenemos lo que realmente necesitamos delante de nosotros, lo confundamos con espejismos y fantasmas, desconfiemos y nos creamos abandonados del todo. Pedimos pruebas de lo que la evidencia de nuestros ojos nos están mostrando porque tenemos miedo al fracaso, tenemos miedo a arriesgar. Gritamos como niños pidiendo ayuda cuando no reconocemos lo que tanto tiempo hemos estado esperando. Y sólo encontramos consuelo cuando oímos “Ánimo que soy yo…”.
“Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas”. No creo que Dios pruebe la fortaleza de nuestra fe; no creo que Dios nos ponga a prueba conscientemente o con la simple intención de ver hasta donde llegamos en relación a Él. Dios no es el verificador de “la fábrica de la fe”, que da el visto bueno a los “productos”-personas resistentes y desecha aquellos que no soportan las adversidades. Pero si creo que Dios, como Padre, nos deja en ciertos momentos “solos” o al menos a cierta distancia para hacernos fuertes, autónomos, adultos en esa fe que ha de ser personal, sincera y llena de fortaleza. Como el padre que enseña al niño a andar, siendo los primeros pasos los más complicados y arriesgados (también para el padre es difícil dejar a su hijo solo para que de los primeros pasos, aunque sólo sean unos segundos; pero si no lo hace así nunca sabrá si su hijo puede caminar sin ayuda).
El camino de la fe está salpicado de amor y sufrimiento al mismo tiempo. La llamada está ahí bien clara: “Ven”, pero cuando la fe titubea, cuando se nos pide un esfuerzo mayor del que creemos que podemos hacer, no es fácil responder a esa llamada sin dudar e incluso caer.
Y después de ver hasta dónde podemos llegar, nos acoge y tiende la mano y nos enseña: “hombre de poca fe…”.
“Subieron a la barca y amainó el viento”. En la barca común de los que nos reunimos entorno a Cristo nos sentimos muchas veces seguros y confiados, pero hemos de saber que la fortaleza de la fe empieza desde el convencimiento personal y el “abandono” en Él, ya que las estructuras humanas no son perfectas; Porque la barca, hecha con manos humanas, puede que algún día vaya a la deriva o naufrague en mitad del lago (aunque esto no pasará si le hacemos un sitio a Él, y desde la barca puede hacer amainar al viento, si hacemos de la barca de la Iglesia una barca fuerte que pueda hacer frente a cualquier tempestad remando en la misma dirección), pero lo que sí es seguro es que, aunque la barca naufrague, si nuestra fe es fuerte, podremos caminar sobre las aguas junto a Él.

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