sábado, 22 de abril de 2017

¿Ver para creer o creer para ver? (Jn 20, 19-31)

No es posible la luz sin antes haber experimentado las tinieblas. No se puede hablar ni saber lo que es la alegría, si no hemos pasado un periodo de tristeza y abatimiento. No se puede hablar de espíritu ni de resucitar a una vida nueva, si antes no hemos pasado por la experiencia de la muerte. Ya nos lo han dicho también nuestros santos; Nos han hablado de las noches oscuras y la soledad que abruma y desespera. Todos hemos pasado o estamos pasando por momentos similares.
“Estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos”. Es evidente que el relato de Juan se redacta desde una comunidad naciente y desde una conciencia clara de identidad “cristiana”. El hecho de la separación entre los discípulos y los que claramente llama judíos, es la muestra de que el mesianismo de Jesús era ya aceptado por unos y rechazado por otros de manera oficial. Pero cuando sucede este hecho de la aparición de Jesús a los discípulos, sólo horas después de la muerte de Jesús, los discípulos eran y se consideraban absolutamente judíos.
Aquí, sin embargo, los discípulos tienen miedo a los judíos. Hermanos que tienen miedo de otros hermanos ¿Por qué los humanos, muchas veces incluso entre hermanos, sentimos temores y miedos, o los provocamos? Conviene que reflexionemos esto, pero el mensaje de Jesús es muy claro: “PAZ A VOSOTROS”, y esto lo dice “enseñándoles las manos y el costado”. No merece la pena vivir con miedo; No merece la pena hacer sufrir hasta padecer miedo y angustia a otros hermanos. Las manos y el costado son los testigos físicos de su pasión, de la violencia de los hombres entre los hombres; Jesús dice: “No sea así entre vosotros”, todo lo contrario, reine la paz entre vosotros, ese es su saludo al resucitar.
“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Su mensaje y su envío es la Paz en el mundo, esa es la misión del cristiano, hacer reinar la paz.
Últimamente ha vuelto el miedo entre hermanos que profesan a Dios, estamos volviendo a repetir la más nefasta de las historias. La humanidad tiene miedo del Islam indiscriminadamente. Algunos matan creyendo que es lo que quiere Dios, pero esos no son dignos de llamarse islámicos porque rompen el deseo más profundo del Dios Padre de todos, la PAZ.
En nuestra iglesia también hay hermanos que padecen de una enfermedad que han provocado otros, el miedo, el temor a decir o ser ellos mismos, porque el juicio de los humanos, a veces, es más fuerte que el del mismo Dios. El baremo con el que guiará Dios su juicio es el amor, nos lo ha dicho muchas veces Jesús. Sin embargo, el juicio de los hombres no se guía por baremos de amor sino más bien de cumplimientos o preconcepciones que no atienden a la peculiaridad y las riquezas personales del ser humano que Dios ha creado.  
“Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en la llaga…, no lo creo”. Solemos juzgar muy rápido la actitud de Tomás, pero en realidad todos llevamos un Tomás dentro de nosotros. Necesitamos ver, tocar, sentir para poder creer de verdad. Nuestra religión está llena de imágenes, objetos y reliquias que parece que nos ayudan, y han ayudado siempre, a acercarnos más Cristo y creer más en Él. Por eso, hemos de plantearnos qué ven muchos en la Iglesia para que, lejos de acercarse a ella, lo que pronuncian sus labios de forma inmediata sea: “Yo no creo en la Iglesia” y se aparten y la critiquen como anti testimonio. Si la Iglesia ha de ser  reflejo de Cristo, y con lo que ven en ella apartamos a muchos, hemos de hacer una profunda reflexión. Una reflexión previamente personal y después comunitaria; Dios nos pide experiencia interna, ver con los ojos del corazón lo que llevamos dentro de nosotros mismos: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
 
 

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