viernes, 28 de abril de 2017

Lo reconocieron al partir el pan (Lc 24, 13-35)

“Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos”. Dios camina a nuestro lado a lo largo de toda nuestra vida pero en la mayoría de las ocasiones, en algunos casos nunca, ni nos damos cuenta, ni nos sentimos acompañados. Hay personas, también circunstancias, que se cruzan en nuestro camino porque han sido puestas por Dios y no descubrimos su presencia en ellas.
El evangelio de Lucas dice que los ojos de los discípulos no lo reconocieron. La desesperanza y el desánimo, cuando las cosas no salen como queremos, hacen que no veamos más allá de nuestros deseos, hacen que no seamos realistas. Los hombres tenemos que entender que nuestros planes y proyectos quizás no sean los más convenientes, no sean los proyectos de Dios.
“Nosotros esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel; Y ya ves…” ¿Qué esperamos de Dios? ¿Qué se supone que debe hacer? Corremos el riesgo de fabricarnos un dios a nuestra medida, caer en una moderna “idolatría sentimental”, es decir, comenzar con el sentir qué tiene que ser Dios, para pasar después a creerlo y exigirlo, en vez de dejarnos transformar, abandonarnos completamente en Dios y aceptarlo tal y como se manifiesta en nuestra vida.
“Es verdad que algunas mujeres…vinieron diciendo que estaba vivo”. Es cierto que, aunque hayamos oído muchas veces testimonios personales de fe de otras personas, nadie cree por lo que haya experimentado y vivido otro sino por lo que cada uno experimenta en su propia vida. El testimonio ajeno no es suficiente para conformar una fe adulta si no hay experiencia personal, encuentro con Él.
“Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan,  pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. ¿En qué momento reconocieron los discípulos a Dios? Al partir el pan, sentado con ellos en la misma mesa… Creo que eso es la confirmación de que aquella peculiar bendición del pan y del vino de la última cena (en la que Jesús explica y simboliza-materializa su entrega) fue especial e impactante para los discípulos. Jesús mismo se encargó  de mimar a conciencia dicho momento para transmitirles que a Dios se le experimenta en la mesa con los hermanos, una mesa compartida en la que ha de reinar la igualdad y la humildad, en el partir y repartir el pan, y no en la lucha violenta o egoísta movida por los intereses personales.
Nuestra eucaristía es, por tanto, no sólo el recuerdo sino más bien la vivencia real en donde reconocemos y vivimos a Dios. Ahí está la fuerza que nos impulsa de nuevo a salir de nosotros mismos al encuentro del otro y proclamar. Ahí está la fuerza necesaria para la misión y el testimonio personal.
La eucaristía ha de ser un sacramento en continua revisión y mimo por parte de la iglesia, porque ha de ser el sacramento del encuentro en donde nadie, que quiera encontrarse sinceramente con Dios, se sienta excluido.
 

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