sábado, 8 de abril de 2017

Ramas y mantos (Mt 21, 1-11)

Es evidente que, una vez más, nos encontramos ante una redacción que nace ya en la comunidad eclesial que tiene asumida su fe en Jesús y la transmite a través de este evangelio, por eso no hemos de fijarnos tanto en la historicidad total de dicho relato sino en lo que de verdad quiere transmitirnos a los cristianos dos mil años después.
“Encontraréis una borrica atada con su pollino, desatadlo y traédmelos”. Lo que sí es determinante es la actitud de Jesús al preparar su entrada en la ciudad, Jesús no quiere crear más expectativas, o al menos alimentar aquellas que esperaban a alguien poderoso en lo económico y político, ni quiere que lo confundan. Por eso, prepara su entrada a la ciudad (ciudad que le va a recibir pero también a despedir) de la misma manera como había vivido, de forma humilde. Jesús entra a la ciudad de los sacerdotes, profetas y reyes en una cabalgadura sencilla pero esto tiene más resonancias para los judíos de su tiempo de las que parece, puesto que ya el profeta Zacarías (Zac 9,9) había profetizado dicho episodio y esto, aunque muchos no lo entendieran en el momento, era la señal de la continuidad y también renovación de la Antigua Alianza.
Del mismo modo, nosotros los cristianos, dos mil años después hemos de ser continuadores y garantes del mensaje de Jesús, por eso cada día me cuestiono más si estamos haciéndolo. Me pregunto si viniera hoy Jesús no nos encontraría lejos de aquella actitud humilde que quiso vivir Él. En ocasiones creo que encontraría en la Iglesia más aquella escena que encontró en el templo, en el que los vendedores y cambistas campaban a sus anchas consentidos por los sacerdotes y sanedrines, y no aquel ambiente humilde de su entrada en la ciudad santa. Con esto no sólo me refiero a lo  grandioso de nuestros templos y catedrales, que por otra parte creo que es un fruto hermoso de la tradición y la fe de muchos siglos sino más bien a la actitud en los corazones de las personas, de los cristianos. En la Iglesia nos entorpece  el orgullo, el querer aparentar y estar por encima de… como si los puestos o rangos fueran necesarios para llegar a Dios. En la Iglesia entorpece el fasto de los que aún se resisten a dejar las limusinas para subirse a un coche convencional.
“Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea”. Es curioso como en la entrada de Jesús en Jerusalén lo aclaman como el profeta de Nazaret de Galilea, cuando en la misma Escritura se dice que de esa región no puede salir nada bueno. Es por tanto esta aclamación, el fruto de la fe de la comunidad inicial de los creyentes en Jesús que quieren borrar estos prejuicios en la tradición judía. Nosotros hemos nacido en una generación que no conoce este prejuicio pero hemos de rescatar esta aclamación con más fuerza aún en nuestras vidas, porque reconocer a Jesús como el Hijo de David y el que viene en nombre del Señor, significa poner a Dios en el medio de nuestra vida, ser testigos de su Verdad, asumir nuestras cruces con humildad y ayudar a llevarlas a otros.
Dejemos que entre Jesús en nuestra vida como lo hizo en la ciudad santa de Jerusalén. Que nuestras ramas y mantos sean la humildad y la fe para anunciarlo con determinación.
 

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