Entiendo
que ahora, después de leer la parábola que Jesús nos regala a través del
evangelista Mateo, entendemos mejor que nunca frases hechas que utilizamos con
frecuencia, como por ejemplo: “Tienes mucho talento, no lo desperdicies” o,
“¡que talento tiene!”. Efectivamente, el origen del sentido de nuestro lenguaje
cotidiano se esconde en parábolas como esta.
Una
vez más se nos pide un plus, una vez más el ser cristiano requiere de actitudes
que le dan la vuelta a todo, que superan actitudes de mediocridad humana. Ante
las constantes dudas y preguntas que, seguramente, los discípulos le planteaban
a Jesús sobre el Reino y su llegada, y sobre el más allá, el evangelista Mateo en sus
capítulos 24 y 25 nos presenta a un Jesús que, mediante una serie de parábolas,
nos deja clara toda una Escatología y Parusía que empieza en la tierra pero no
acaban en ella.
Los
talentos hemos de trabajarlos y si lo hacemos, antes o después, darán sus
frutos y cuando estos lleguen, llegará la lección que nos tiene reservada
Jesús, puesto que no será el momento de disfrutarlos individualmente sino el de
repartirlos, ofrecerlos… Este es otro modo de vivir, es el mejor modo de vivir.
Pero esto no se entiende a priori sino que es algo que descubres después. Has
estado trabajando con mucho esfuerzo tus talentos, y cuando parece que has
terminado, en realidad no has hecho nada más que empezar porque se te exige que
los entregues. Y esto es así porque en realidad esos talentos no son tuyos; es
cierto que los has mimado y cuidado pero el origen de esos talentos ha sido un
regalo que ahora has de ofrecer tú.
Desgastarse
por el Reino es agotador pero en el fondo tiene un ingrediente algo adictivo.
Entregar parte de tu tiempo, quizás el único que te parece que tienes para ti,
tu “tiempo libre”, cuesta pero también te hace descubrir otra forma de vivir
apasionante.
Un
tiempo dedicado a la parroquia, muchas de tus tardes preparando servicios a tu
comunidad, horas extras no pagadas desgastándose entre adolescentes
desorientados que buscan y no encuentran, ser parte de la directiva de una
cofradía o hermandad (sabiendo que a veces es sinónimo de ser el punto de mira
de todas las críticas y exigencias populares), ponerse al servicio de los demás
en un comedor social, en Cáritas, en la animación musical o litúrgico-pastoral
de una comunidad, perderte para darte del todo en misión, consagrar tu vida al
estilo de Jesús entregándote por el Reino… Estas y muchas otras formas de
entrega, contribuyen a poner tu talento al servicio de los demás entregando lo
que has cuidado durante años, sabiendo que tú has recibido antes los talentos
de otros hermanos, descubriendo que es Cristo el que te ha dado esos talentos.
Hay
algunos teólogos que interpretan esta parábola desde su sentido más escatológico,
estableciendo como el momento de la exigencia el final de los tiempos. Pero a
mi entender, esta es una parábola que se hace presente ya, desde lo más terreno
y material, porque si el Reino de Dios empieza aquí, es aquí también dónde ha de empezar a dar sus
frutos.
Seguramente
no se nos exija tanto el número de talentos sino más bien si hemos intentado
invertirlos para bien, asumiendo el riesgo de perderlo todo. Porque aunque el
Señor sea exigente, es también Padre-Madre, amor eterno e infinito, y nunca nos
exigirá aquello que no podemos ofrecer, Él nos conoce. Por supuesto que no es
una invitación a gestionar nuestros talentos de forma inconsciente, pero quizás
sea peor enterrarlos por miedo a perderlos que perderlos por haberlos puesto al
servicio de los demás. Porque el miedo a perder no nos puede estancar, no nos
puede cerrar las puertas del Reino de Dios.
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