Sería
absurdo creer que se puede participar-entrar en el Reino de Dios sin acordarse
de los más débiles y pequeños; porque en el Reino de Dios no son imaginables
las diferencias y desórdenes sociales que “reinan” en nuestro mundillo.
Mateo
nos muestra a un Jesús que tiene claro que la herencia del Reino se dividirá (a
derecha e izquierda) y que el criterio de esa división será “la medida de la
compasión”.
“Cuando
venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos sus ángeles con Él, se sentará en
el trono de su gloria…”. Jesús no inventa esta grandiosidad y
vistosidad del cortejo real y celeste, es más bien una imagen que tiene
heredada, tanto Él como su pueblo, y que viene de los profetas (Daniel,
Ezequiel y otros).
“Él
separará a unos de otros, como un pastor separa…”. De la misma manera
Jesús se sirve de la imagen del pastor, y no precisamente porque este fuera un
oficio bien acogido o que gozara de especial dignidad, sino más bien porque era
un imagen entendible, a la vez que catequética y muy clara.
Los
dos grupos, el de la derecha y el de la izquierda, los benditos y los malditos,
son llamados a un diálogo en la presencia de Dios. Pero estos no son grupos que
haya hecho Dios a priori ni por capricho sino que todos, en un principio
mezclados en la sala del trono del gran juicio final, son diferenciados por
Dios tomando como criterio las propias obras de cada uno; los que se han
empeñado en pertenecer a las obras que bendice Dios, o aquellos que han
olvidado que Dios está en los más pequeños. El juicio se basa en actitudes
cotidianas y no en grandes portentos que estén lejos de cualquier mano o sólo
al alcance de aquellos que gozan de algún tipo de poder humano. Dar de comer,
de beber, vestir al desnudo, visitar al enfermo o encarcelado… está al alcance
de todos. La compasión es una forma de amor, y como bien sabemos, “Al final de
la vida, nos examinarán del amor…”.
“Señor,
¿Cuando te vimos con hambre…?”. A los hombres nos cuesta descubrir a
Dios en las cosas más pequeñas y cotidianas, y mucho más descubrir la presencia
real de Dios en los demás, en el otro, en el prójimo o el más débil.
Se
ve con claridad en esta parábola como el criterio para la salvación, no es
tanto el culto-ritual de un determinado grupo o religión, ni la sola exclamación
de la Palabra a Dios sino la glorificación de Dios por las obras, el identificarle
con los más pequeños y el si hemos sido merced-misericordia con el encarcelado
o cautivo de cualquier tipo de esclavitud.
La
comunidad cristiana tiene los medios necesarios para la salvación (por eso
proclamamos en el credo que la Iglesia es santa) pero también tenemos que ser
conscientes de que no tenemos la exclusiva, la única llave de entrada al Reino
de Dios, y por tanto hemos de aceptar que la bondad y el amor y, al menos parte
de la verdad, también reside más allá de nuestra comunidad.
Celebramos
la fiesta de Cristo-Rey. Desde muy niño me ha llamado la atención cómo nos
hemos imaginado y hemos representado esta fiesta (y a Dios en ella) desde la
piedad más popular. Esas imágenes de Cristo vestido de rey, entronizado y
coronado al estilo de las monarquías humanas más conservadoras y absolutas. Es
curioso como por un lado Jesús nos habla de un Dios-pastor y nosotros, por otro lado, lo coronamos de oro y joyas.
Con
la fiesta de Cristo, Rey del universo, la Iglesia concluye un ciclo litúrgico
anual y se prepara para entrar en un tiempo de revisión personal y comunitaria,
el Adviento, para acogerle de nuevo, aprendiendo de los errores pasados y
superando miedos y calamidades humanas con la intención de ser sus testigos
allá donde Él nos lleve.