Es
evidente que el centro de las parábolas que Mateo nos presenta es el Reino de
Dios. Centro de las parábolas y también del mensaje de dicho evangelio. Mediante
constantes comparaciones, Mateo quiere dar a conocer lo que es el Reino y cómo
hemos de acceder a él.
“…y,
por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel”.
El Reino de Dios exige un cambio en la persona, el Reino transforma y
llama a un cambio de actitud querido y aceptado. Hay que “vender” todo lo que
se tiene, es decir, dejar lo viejo para acoger lo nuevo. El evangelista Mateo
sabía bien que debía incidir en la idea de este cambio en aquel tiempo en el que los judíos, que
venían de la Antigua Alianza y a la que estaban aferrados, debían saber que si realmente
acogían el Reino predicado y vivido por Jesús de Nazaret, habían de abandonar las viejas costumbres, ya estériles
e injustas muchas de ellas, para acogerse al nuevo tesoro encontrado; La Nueva
Alianza.
“El
Reino es semejante a un mercader…que anda buscando perlas finas…”. Nos
pasamos toda la vida buscando incesantemente la felicidad, el momento, la
persona, el lugar… y cuando parece que lo hemos encontramos tememos las
decisiones que hemos de tomar y las cosas-personas que hemos de “abandonar”.
Tememos cambios que “destrocen” nuestras comodidades. Si, el Reino de Dios, el
verdadero Reino, es exigente. Esa exigencia es necesaria para poder gozar
plenamente de los dones que ofrece, hay “historias” humanas que molestan,
estorban al Reino, son incompatibles con él.
Durante
siglos se ha instaurado en el mundo un reino que, en no pocas ocasiones, no ha
sabido reconocer y por tanto transmitir su esencia, su horizonte, su razón de
ser; Ese reino ha sido el reino de la Iglesia. No han sido pocos los siglos en
los que la Iglesia a través de su reinado en esta tierra, en aras de la
voluntad divina, ha ejercido su poder desde sí misma y no desde las exigencias del
Reino de Dios (exigencias que también la incluyen a ella y no sólo a “los
demás”). Dicho así, esto parece un ataque hacia la Iglesia, a la que tanto amo
y de la que me siento parte, un ataque más como a los que estamos acostumbrados
y que vienen de personas que realmente no han experimentado el gozo de saberse
acogidos, queridos y miembros de una gran familia. No es tanto un ataque sino
una preocupación.
Y me preocupa, no tanto por los que nos
creemos que entendemos dónde estamos y para qué estamos dentro de la comunidad
cristiana, sino porque la pregunta que me martillea constantemente es si
realmente estamos siendo verdaderos transmisores del Reino de Dios, el único
Reino verdadero, el único que debería existir y permanecer en esta tierra y que no sólo pertenece a
hombres, ni su esencia está en ellos. Me preocupa que, con legitimidad, ordenemos, mandemos e incluso condenemos,
convencidos de estar haciendo lo correcto como hombres pero perdiendo el norte,
el Reino de Dios.
Me
preocupa que habiendo descubierto ese tesoro escondido en la tierra lo volvamos
a enterrar para no volver a mostrarlo, porque preferimos no compartirlo con cualquiera antes de que se
pierda, porque no queremos asumir el riesgo de que lo conozcan esencialmente
todas las gentes y puedan mal-usarlo,
malinterpretarlo. Porque entiendo que el Reino de Dios no es propiedad de
nadie, entiendo que el Reino ha de darse a conocer.
La
gente que nos mira y critica desde fuera quizás no tenga razones, o quizás lo
haga de una manera bastante superficial con la mera intención de “atacar”… no
lo sé, pero ¿y si ese ataque fuera hacia una iglesia que ha instaurado su reino
y está más pendiente de las cosas de la tierra (de guardar bien el campo y
mantenerlo) que de desenterrar el tesoro y darlo a conocer sin condiciones ni
miedos?
La
última parte de las parábolas, es cierto, que puede resultar dura; Esa
selección entre los justos y los malos, y la expulsión de estos últimos al
fuego eterno nos puede resultar casi poco evangélica pero, una vez más, hemos
de situarnos en la época y el auditorio del evangelista Mateo; esa gente estaba
acostumbrada a este tono apocalíptico, duro, selectivo… no sólo estaban
acostumbrados sino que, me atrevería a decir, lo demandaban a la vez que lo entendían. Hoy
no creo que sea tan necesario este tono apocalíptico y selectivo entre “los
justos y los malos” dentro de la Iglesia, es más, creo que este tono ha estado
presente ya mucho tiempo y es el momento
de cambiarlo. A mi modo de ver las cosas, y por mi poca experiencia pero mucho
amor a mi comunidad, creo que el tono ha de ser el de un Reino de bondad en el
que puedan decir, tanto los que nos juzgan
con ligereza como los que no nos conocen, “mirad
cómo viven y se aman esos cristianos” Hch 4.