Durante
mucho tiempo, y aún todavía hoy en muchos casos, ha reinado el pensamiento, la
creencia, de que cumpliendo las normas y preceptos que la religión determina
(algo que va cambiando según los tiempos y las personas que están a la cabeza,
por tanto no es definitivo ni dogmático) era suficiente para estar en “gracia”
de Dios y ser una persona de bien, honrada y en camino de perfección.
No
es que las normas de la Iglesia, o de cualquier religión de bien, sean malas
pero sí que, si se llevan al extremo o se absolutizan y endiosan, pueden
resultar una pantalla que no deja que veamos la realidad con ojos limpios e
incluso pueden llegar a ser contradictorias y contraproducentes.
Es
muy posible que centrándonos en cumplir normas que suelen ser buenas para una disciplina
interna y personal, nos olvidemos de aquellas actitudes que nos invitan a ocuparnos
de los demás y nos hacen salir de
nosotros mismos.
“El
fariseo erguido oraba así: Te doy gracias por no ser como los demás…” ¿Qué
actitud mantienes tú? Podemos ir erguidos de orgullo por la vida creyéndonos
perfectos y viendo los defectos de los demás, sin caer en la cuenta de que esa
actitud es ya un error e imperfección personal, o podemos ser conscientes de
nuestras goteras personales y nuestra falta de constancia y errores, intentando
superarlos poniendo todo nuestro ser en manos de Dios.
“Porque
todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.
Lo que sí es cierto es que, normalmente, nuestras acciones revierten y tienen
consecuencias en nuestra propia vida y en la de los demás. Algo así piensan
también las religiones politeístas orientales (Hinduismo y Budismo) cuando
hablan del karma.
La
humildad es un valor poco apreciado en nuestra sociedad de pantalla, en esta
sociedad que aboga por el no pasar desapercibido, que promueve reality shows en
los que pierden aquellos que no llaman la atención o no son aliados del
excentricismo. Pero en el fondo sabemos que la humildad es el valor que nos
hace vivir tranquilos, con paz y sosiego interno, y la que hace que actuemos
con limpieza de corazón asumiendo que no somos perfectos, siendo paradójicamente
esta actitud, ya en sí, un camino de perfección.
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