Cualquier
lugar es digno para la oración si esta sale de las entrañas del corazón del
hombre. No hay lugar en donde no pueda hacerse presente Dios, por muy miserable
que este nos pueda parecer a nosotros, porque Dios se ha hecho pequeño para
ensalzarse, porque sufrió miseria para acercarse a nosotros.
“Estaba
Jesús orando en cierto lugar…”. En este momento no se define el lugar
en dónde Jesús se puso a orar, y en donde los discípulos le pidieron que les
enseñara a ellos. Es una de las novedades de Jesús, una de las cosas que
escandalizaron en su tiempo y que, aún hoy, nos cuesta entender. La oración no
la hace el lugar (es cierto que nos puede ayudar un lugar que esté preparado
para ello) sino la intención de aquel que quiere dirigirse a Dios-Padre con
todo deseo; Porque el lugar idóneo para la oración es el corazón-interior del
hombre.
A
Jesús le podrían achacar en su tiempo que no utilizaba únicamente el templo
para rezar, e incluso que fue poco ortodoxo con las leyes de aquel tiempo para
con la oración, pero nunca podrían acusarle de no ser un hombre de oración.
Jesús no esperaba a encontrar una sinagoga para orar, sino que sabía que el
Padre lo escucharía en cualquier lugar, por eso en muchos pasajes de la
Palabra, como este, no se define el lugar en donde se realiza dicha acción.
Seguramente
sus discípulos también oraban, sus padres y los rabinos de las sinagogas
locales se encargarían de enseñarles desde pequeños como era tradición. Pero
esa petición a Jesús: “Señor, enséñanos a orar…”, denota
que veían en la oración de Jesús algo diferente, y sobre todo diferentes los
efectos que en Él provocaba, en relación a la que ellos habían realizado desde
pequeños (oración preceptiva o repetitiva). Esa petición venía de ver cómo
cuando Jesús se iba a orar volvía con una fuerza y confianza que llamaban la
atención. Ellos querían saber cómo rezaba Jesús y porqué esos efectos.
“Pedid
y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”. Ser
insistentes y perseverantes en la oración, eso les enseña Jesús a sus
discípulos, y sobre todo que dicha oración salga de lo más intimo de su ser. No
valen ya las palabras que nos han
enseñado otros, y que repetimos como jaculatorias piadosas. La fuerza de lo que
deseamos llevada con suma humildad a nuestro Padre Dios es lo que hará que
nuestra oración se convierta en vida, que la presencia de Dios se haga real y
que ese diálogo que es la oración sea nuestra fuerza.
“¿Cuanto
más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”.
Dios sabe de las necesidades de sus hijos, y un buen padre no olvida ni
abandona a sus hijos. La entrega del Espíritu Santo no es la garantía de la
prosperidad, ni la ventaja sobre nadie, ni la buena suerte, ni siquiera la
garantía de la salud en momentos delicados…sino la fuerza necesaria para entender
que somos creaturas de un Dios que vive con nosotros cada momento y que nos
espera allá donde vayamos. Porque la oración no es una fórmula mágica que tenga
remedios para cosas concretas, sino un estilo de vida del que confía en Dios
plenamente y lo tiene presente en su día a día.
Por
eso te pido con insistencia y confianza… ¡SEÑOR,
ENSÉÑAME A ORAR!
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