El
entusiasmo y admiración que despertaba Jesús, sus palabras y signos, se muestra
de una manera triunfal en la explosión de euforia y reconocimiento que
tradicionalmente hemos llamado como “entrada triunfal de Jesús en Jerusalén” o “Domingo
de Ramos”.
El
caso es que no eran raros, sino bastante habituales, tanto los episodios de
euforia como de condena colectiva. La turba, la masa, el arrastre
impersonalizado que a veces deshumaniza.
Muchos
de los que arrancaron ramas para recibirlo en la ciudad como un rey y
extendieron sus mantos, días después se esconden, le niegan e incluso llegan a aceptar
su condena.
¿Miedos,
intereses, deslealtades que van intrínsecas a lo humano? Sea lo que sea, el
caso es que los humanos hemos actuado y actuamos muchas veces de manera
impredecible. Nos metemos en la masa con facilidad cuando no nos conviene que
se note lo que realmente pensamos, cuando creemos que nuestras propias
decisiones pueden afectarnos sin saber el resultado de las mismas, aunque sean
nuestras. Preferimos perder nuestra
personalidad, no ser nosotros, para convertirnos en algo extraño; Y con esa
conversión-ocultación maligna van, a veces, traiciones y condenas a los
demás e incluso a nosotros mismos.
Los
cristianos en ocasiones nos diluimos en la masa de una sociedad que no es
referente, que no lucha por la justicia; En ocasiones preferimos negarnos antes
que ser señalados como distintos.
El
seguimiento de Cristo ha de ser incondicional. Los cristianos tenemos que tener
claro que seguimos a un Jesús que, a veces, va en montura y es alabado, pero
que en otras va descalzo y con una cruz a cuestas. Tenemos que asumir que, como
a Cristo, puede pasarnos que en la misma ciudad y con la misma gente, podemos
ser unas veces reconocidos pero muchas otras negados y rechazados, por ser quiénes
somos y cómo somos, por haber elegido el reino como proyecto de vida.
Que
me perdonen los simplemente apasionados de nuestra semana santa en su faceta
más “popular”, pero creo que a un cristiano se nos tiene que reconocer siempre,
todo el año, en cualquier ocasión y con cualquier persona que tengamos al lado (sobre
todo con esos que llamamos ateos o incluso con los amigos de las nuevas coletas
reivindicativas; quizás sean los que más nos tienen que escuchar). “Si sólo amáis a vuestros amigos… ¿qué mérito
tenéis?” (Lc 6, 32).
Reducir
nuestra vivencia de la fe a un tiempo litúrgico sólo porque seamos más afines a
la forma, a la celebración de la liturgia, nos reduce, reduce nuestra fe, a un rito. Sería como reconocer el evangelio en
fascículos, un nuevo tipo de sincretismo cristiano que nos aleja del proyecto global del reino.
Que
nuestras ramas de olivo, esas que levantamos con gozo, sean aceptadas también
por nosotros mismos cuando se convierten en ceniza para recordarnos lo que
somos, polvo, seres perecederos que ansían esperanzados la resurrección.