sábado, 17 de noviembre de 2018

"Mis palabras no pasarán" (Mc 13, 24-32)

Estos signos de los que nos habla proféticamente el evangelista Marcos son herencia veterotestamentaria del profeta Daniel. Los judíos entendían perfectamente este lenguaje profético-apocalíptico, aunque para nosotros hoy sea difícil de entender. Todos esos signos tan sorprendentes anuncian cambios definitivos, cambios profundamente importantes.
Para los judíos y las primeras comunidades cristianas, los gobernantes de las naciones de aquel tiempo eran fieras, eran bestias (así lo refleja el profeta Daniel y lo recuperan los evangelios); bestias que no tenían compasión de los más pequeños ya que no gobernaban sino que abusaban. Pero la llegada de Jesús pone rostro bondadoso y cualidades humanas al verdadero rey del universo.
Estos cambios, estas señales tan alarmantes, no han de asustarnos sino todo lo contrario, debemos estar preparados; tenemos que cuidar ese amor a Dios cada día, porque esa es la manera de estar con Él. El amor entre Dios y los hombres no ha de ser intermitente sino que ha de ser una relación eterna, cuidada y mimada a cada instante. Si esto es así, cuando llegue el momento, podremos mirar a Dios, debemos mirarlo y alzar la cabeza con dignidad y sin miedo.
A lo que quiere animarnos este evangelio es a estar vigilantes, a actuar siempre de corazón, a no esperar para hacer el bien y actuar como verdaderos cristianos. Este evangelio nos invita a velar por la autenticidad en nuestro día a día y no solo cuando veamos las cosas oscuras o que llegan a su fin. Porque el cristianismo, el seguimiento de Jesús, no ha de ser de momentos (exclusivamente en ciertos tiempos litúrgicos porque son los que más nos gustan…), ni de refugio ante la desesperación o el ocaso de una vida, sino que ha de ser un estilo que marque nuestra trayectoria vital, porque no sabemos ni el día ni la hora en el que nos reuniremos con Cristo, y para ello tendremos que estar preparados. Esa preparación no es cosa de dos días, ni ha de ser apresurada o por la imposición de un sacramento, el de la unción, en los últimos minutos de existencia.
Durante mucho tiempo se ha entendido el estar en vela y vigilantes como el mantener una excesiva tensión y preocupación por cada acto, considerando todo aquello que se salía de unas normas casi espartanas, dictadas como preceptos por la Iglesia, como pecados (muchos de ellos mortales) que te llevarían al infierno. Todo esto no era otra cosa que losas difíciles de llevar que evitaban vivir con naturalidad y respirar libremente como hijos de Dios, viviendo continuamente amargados y amargando a los de tu alrededor sin la alegría que ha de caracterizar al cristiano.
Ese estar en vela significa no cerrar los ojos antes las situaciones que claman justicia y necesitan de nosotros. Es cierto, los cristianos no somos perfectos pero debemos intentar superarnos constantemente, eso no nos lo pueden exigir y quién lo haga es simplemente porque no es capaz de mirarse y ver que, con esa exigencia a los demás, está evitando ser responsable de lo que pasa a su alrededor, asignando la salvación-bondad del mundo a los demás; los cristianos no tenemos la exclusiva ni la absoluta responsabilidad de aniquilar el mal en el mundo, pero si sabemos que hemos de hacer algo y lo intentamos. Esa es la razón por la que nos preparamos para acoger a Dios en nuestras vidas cada día, siendo conscientes de nuestras debilidades y caídas pero también con afán de superación y deseos de más Dios en el mundo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario