Jesús nunca vivió del qué dirán;
no porque no le importara la opinión que de sí tuvieran los demás, sino porque
la certeza de su misión superaba cualquier juicio de valor humano. Sin embargo
pregunta: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? Seguramente
Jesús imaginaba la respuesta, respuesta confusa, variada, incluso descabellada,
había para todas las opiniones. No existía una opinión unánime sobre su
persona; la respuesta “bailaba” desde los grandes profetas pertenecientes a la Antigua Alianza ,
Jeremías, hasta lo más novedoso de la época, Juan Bautista, pero en ese largo intervalo
de siglos de historia cabían muchas personalidades y acontecimientos.
La pregunta inicial iba
encaminada, no a buscar la respuesta sobre lo que la gente pensaba de Él sino,
más bien, a si los suyos sabían con quién estaban y porqué. “Y
vosotros ¿quién decís que soy yo?”.
Me atrevería a decir que ni el
mismo Jesús se esperaba la segura, rápida y enérgica respuesta de Pedro.
Precisamente el que mostraba más inseguridades y le planteaba más idas y
venidas entorno al seguimiento, fue el que lo reconoció como “El
Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Reconocer en Jesús al Mesías
esperado durante siglos no es una imposición colectiva, no es algo fácil por
los antecedentes y presentes que vivían los judíos entorno a la figura del
esperado. Pedro profesa un acto de fe libre y personal. Dentro de la comunidad
de los discípulos cada uno lleva su propio proceso, y él se declara abiertamente
seguidor confeso del Mesías, Jesús de Nazaret.
Jesús reconoce este acto de fe en
Él, en el Padre, y lo reconoce públicamente dejando claro que lo que acaba de
profesar Pedro forma parte de un proceso interno que no depende de grandes
doctrinas, elocuentes sabidurías ni enormes inteligencias sino que surge del
don de la fe que sólo viene de Dios.
Si el evangelio no supone una
interpelación personal constante y actual, no podríamos llamarlo evangelio.
Y tú ¿Quién dices que es Jesús?
El credo que profesamos como comunidad cristiana no serían más que palabras elaboradas
durante siglos por la Iglesia ,
y que repetimos en comunidad, pero en realidad algo poco encarnado,
impersonalizado, volátil, débil… si no ha sido antes un acto de fe personal, un
reconocer a Cristo como el esperado en tu vida; sabiendo que eso traerá
consecuencias en la misma y la transformará.
Estoy con el papa Francisco, que
como bien dice en la exhortación “Evangelii
gaudium”: “La Iglesia debe profundizar
en la conciencia de sí misma…”.
Justo en este pasaje del
evangelio de Mateo, Jesús elige la piedra en la que se edificará la comunidad
de sus seguidores. Pedro, precisamente en su profesión de fe; no en atención de
lo mejor o peor que hablaba a las gentes, no por lo mejor o peor que supiera
leer o escribir, convencer, rezar e incluso organizar… No, lo elige por su
profesión de fe, por su seguridad al confirmar al Mesías en su propia vida.
Se necesitan hombres y mujeres
fuertes (y con fortaleza me refiero a valentía) en la Iglesia, que incluso
tengan que “luchar”, remar a contracorriente, dentro de la misma comunidad (como
también hizo Pedro en Jerusalén, cuando eran difíciles los comienzos); hombres
y mujeres con la fortaleza de la fe, del descubrimiento personal de Cristo que
tiene que celebrarse y compartirse en comunidad, pero que nace de lo más íntimo
de la persona y su relación con el Padre.