“Jesús en persona se acercó y se
puso a caminar con ellos”. Dios camina a nuestro lado a lo largo de
toda nuestra vida pero en la mayoría de las ocasiones, en algunos casos nunca,
ni nos damos cuenta, ni nos sentimos acompañados. Hay personas, también
circunstancias, que se cruzan en nuestro camino porque han sido puestas por
Dios y no descubrimos su presencia en ellas.
El evangelio de Lucas dice que
los ojos de los discípulos no lo reconocieron. La desesperanza y el desánimo,
cuando las cosas no salen como queremos, hacen que no veamos más allá de
nuestros deseos, hacen que no seamos realistas. Los hombres tenemos que
entender que nuestros planes y proyectos quizás no sean los más convenientes,
no sean los proyectos de Dios.
“Nosotros esperábamos que Él
fuera el futuro liberador de Israel; Y ya ves…” ¿Qué esperamos de Dios?
¿Qué se supone que debe hacer? Corremos el riesgo de fabricarnos un dios a
nuestra medida, caer en una moderna “idolatría sentimental”, es decir, comenzar
con el sentir qué tiene que ser Dios, para pasar después a creerlo y exigirlo,
en vez de dejarnos transformar, abandonarnos completamente en Dios y aceptarlo
tal y como se manifiesta en nuestra vida.
“Es verdad que algunas
mujeres…vinieron diciendo que estaba vivo”. Es cierto que, aunque
hayamos oído muchas veces testimonios personales de fe de otras personas, nadie
cree por lo que haya experimentado y vivido otro sino por lo que cada uno
experimenta en su propia vida. El testimonio ajeno no es suficiente para
conformar una fe adulta si no hay experiencia personal, encuentro con Él.
“Sentado a la mesa con ellos,
tomó el pan, pronunció la bendición, lo
partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”.
¿En qué momento reconocieron los discípulos a Dios? Al partir el pan, sentado
con ellos en la misma mesa… Creo que eso es la confirmación de que aquella
peculiar bendición del pan y del vino de la última cena (en la que Jesús
explica y simboliza-materializa su entrega) fue especial e impactante para los
discípulos. Jesús mismo se encargó de
mimar a conciencia dicho momento para transmitirles que a Dios se le
experimenta en la mesa con los hermanos, una mesa compartida en la que ha de
reinar la igualdad y la humildad, en el partir y repartir el pan, y no en la
lucha violenta o egoísta movida por los intereses personales.
Nuestra eucaristía es, por tanto,
no sólo el recuerdo sino más bien la vivencia real en donde reconocemos y
vivimos a Dios. Ahí está la fuerza que nos impulsa de nuevo a salir de nosotros
mismos al encuentro del otro y proclamar. Ahí está la fuerza necesaria para la
misión y el testimonio personal.
La eucaristía ha de ser un
sacramento en continua revisión y mimo por parte de la iglesia, porque ha de ser
el sacramento del encuentro en donde nadie, que quiera encontrarse sinceramente
con Dios, se sienta excluido.