La
cuestión de la limpieza, la pureza, la dignidad de unos hombres sobre otros…
¿quién es quién para juzgar tales cosas? Y sobre todo ¿con qué criterios o vara
se puede medir eso?
Si
bien es cierto que para convivir entre los hombres necesitamos normas, leyes, e
incluso ritos y unos requisitos mínimos
que cumplir, siempre inventados por hombres para los hombres, parece ser que no
lo es así para Dios, o al menos no las normas que creemos que nos sirven entre
nosotros. Jesús deja claro que un rito vacío se puede convertir en ofensa, e
incluso en injusticia, aunque creamos que va dirigido a Dios.
“¿Por
qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los
mayores?”. Algunos hombres se aferran a las tradiciones por miedo a los
cambios, se aferran a lo que se ha hecho siempre pensando que todo lo demás no
está bien, y que así lo quiere Dios; Y en realidad es que sus miedos nos les
dejan avanzar, sus miedos nos les dejan ver que con tradiciones trasnochadas
pueden estar cometiendo injusticia o como mínimo actos estériles.
Hay
una crítica que la gente que no se siente de la comunidad eclesial, aunque la
mayoría estén bautizados, nos hacen a “los que vamos a misa” como dicen ellos,
y que a mi cada vez me cansa más oírla aunque, como casi todo, puede que tenga
algo de verdad (aunque no con el sentido con el que disparan dicha crítica).
Esa crítica fácil, porque no se puede llamar de otra manera, se lanza con
frases como esta: “Los que van a misa
muchas veces son los peores” o “¿Es
que por ir a misa se es más bueno?”, o ataques como “Los que os dais golpes de pecho sois luego los peores”. Evidentemente,
cuando se entabla conversación con alguien que prejuzga de esa manera, si se
puede hablar, hemos de hacer ver que no es así, pero hoy me gustaría, desde la
corrección fraterna, analizar algo de estas críticas porque, como he dicho
antes, se basan en algo. Creo que en el fondo de estas críticas pueden estar
las palabras de Jesús de este evangelio: “Bien profetizó Isaías de vosotros,
hipócritas, como está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de mí”.
“Dejáis
de un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”.
Lo peligroso de todo esto, es que podemos estar confundiendo los deseos,
anhelos, aspiraciones e incluso las ambiciones de los hombres con los que
pensamos que tiene Dios. Y si, no vamos a echar balones fuera, en la Iglesia
católica esto nos ha pasado a lo largo de la historia y debemos aprender y
estar muy atentos a nuestros errores y pecados que a lo largo de siglos hemos
cometido con hombres y mujeres.
En
la Iglesia creemos firmemente que estamos guiados por el Espíritu Santo y que
Él se manifiesta, una de las maneras de manifestarse pero no la única, a través
del magisterio y la tradición. Pero eso no ha de ser excusa para que, dentro de
nuestra comunidad, no estemos en permanente revisión a la luz de dicho Espíritu
y siempre en oración, intentando dilucidar lo que Cristo quiere de nosotros
para el mundo.
“Nada
que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo
que le hace impuro”. He conocido en generaciones anteriores a la mía
como han sido educados bajo la sombra permanente del pensar que casi todo era
pecado. Evidentemente esto marca ya toda la vida de esa persona si no se tiene
la oportunidad de descubrir que el evangelio es tan maravilloso que parte de la
libertad de los hijos de Dios y del amor a los hermanos; Y en otros, no pocos,
esa educación ha provocado una contrarreacción que les ha llevado al otro
extremo del que he hablado al principio.
Ver
demonios donde no los hay, creer que todo lo que hay fuera y se sale de
nuestros esquemas viene del maligno es un error, porque el maligno está allí
donde se le deja estar y, a veces, está dentro de nosotros. Ser humilde para
distinguir lo que es de Dios y lo que es de los hombres, nos ayudaría mucho en
el interior de la comunidad y también hacia fuera, en la misión.