Es
imprescindible, para entender todo el contenido de este pasaje, que tengamos en
cuenta el anterior (lo que el domingo pasado decíamos que era la introducción a
este; Mc 6, 30-34).
Jesús,
antes de realizar el “milagro” de la multiplicación del alimento, es seguido
por mucha gente (dice el texto que sólo hombres eran unos cinco mil;
evidentemente nadie los contaría con exactitud ya que estamos hablando de un
número simbólico). Teniendo la atención de toda esa gente Jesús no les da
primero de comer, sino que les habla;
Les habla porque de lo primero que están sedientos y hambrientos es de buenas
noticias, de acompañamiento y comprensión. Están perdidos y desorientados
(decía el texto del domingo pasado “como
ovejas sin pastor”).
Jesús
sabe que con el simple hecho de dar de comer a la muchedumbre no hace nada más
que calmar una necesidad fisiológica, que es necesaria también, pero que no
solucionará la raíz de los problemas de la gente. Quizás mucha gente iba
buscando en Jesús soluciones rápidas a su hambre más material, pero lo que
todos se encuentran antes es un regalo de Dios, la clave para entender muchas
cosas, la clave para hacer de este mundo algo más justo; Para hacer de este
mundo el comienzo del reino de Dios. Jesús no da de comer sin más. Jesús enseña
que la clave está en ellos, en la forma de entender su mundo, su vida y la vida
con los demás (con los hermanos).
Hay
para todos si se sabe repartir, si dejamos los egoísmos personales; Si
cambiamos el chip y no pensamos tanto en comprar como en repartir. Como afirma
Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in
veritate”, debemos construir una economía de la caridad, una economía del
amor.
En
esta sociedad en la que nos medimos por lo que tenemos, por lo que somos
capaces de comprar, no cabe la solidaridad del compartir lo que tenemos, sino
que practicamos solidaridad de lo que nos sobra. Y esa es precisamente la
mentalidad que Jesús quería cambiar, esa es la clave para que nadie pase hambre
y para que comiencen a cambiarse las estructuras de una sociedad injusta.
Las
primeras comunidades cristianas esto lo entendieron muy bien; Seguramente
algunos de los miembros de estas primeras comunidades estuvieron presentes en
esta lección-fraternidad del compartir, en este milagro de la “multiplicación
de los panes y los peces”. El problema, es que a nosotros nos ha llegado esta
tradición demasiado viciada, muy divina y poco encarnada. Nos hemos quedado con
el “milagrito” y eso nos ha impedido entender lo que realmente pasó, y, por
tanto, nos impide poder ponerlo en práctica. En este pasaje dieron de lo que
tenían y después sobró. Hoy nosotros, damos de lo que nos sobra, y como eso es
poco, entonces lógicamente falta.
Las
primeras eucaristías eran momentos reales de compartir. Tanta importancia tenía
la palabra, como la comunión, como el momento en el que todos daban algo de lo
que tenían para vivir en ese momento. ¿Y nuestras eucaristías qué son? ¿En qué
se han convertido? ¿Hacia dónde vamos?
María
supo entender esto con una naturalidad pasmosa, con la “facilidad” que una
madre entiende que nada es suyo, que su vida es don en cuanto que alumbra,
protege y crea otras vidas. Le pido con todas mis fuerzas y mi vacilante y
precaria fe a la Madre, que me haga entender el sentido del compartir sin mirar
a quién, ni cuándo, ni cuánto.