viernes, 17 de marzo de 2017

"Dame de beber" (Jn 4, 5-42)

El encuentro de Jesús con la mujer samaritana está repleto de enseñanzas, es un encuentro fresco que nos habla de un de Dios universal.
 “Dame de beber”. Desde muy niño me ha llamado la atención esta petición de Jesús, de Dios, a una mujer, un ser humano ¿Cómo era posible que el mismo Dios pida algo tan simple como agua a una mujer en el mismo bocal de un pozo? Pero lo que de niño me llamó la atención se fue resolviendo a la par que iba cambiando mi concepto de un Dios omnipotente a un Dios que cuenta con los seres humanos. Y es que Dios solicita nuestra ayuda a través de los hermanos que tanto nos necesitan. Hay muchos hombres sedientos, en lo físico y en lo espiritual, que nos piden de beber y no descubrimos que en esa petición está Dios mismo. Pensando que Dios nos pide cosas o sacrificios grandes, pasa a nuestro lado, se para delante de nuestro pozo, y le dejamos pasar pensando que no puede ser Él. Sin embargo la samaritana si supo descubrir quién era Jesús, aunque antes se tuviera que deshacer de algunos prejuicios.
“¿Eres tú más que nuestro padre Jacob…?”. La mujer, después de la conversación con Jesús, sabe entender rápidamente que la época de los grandes patriarcas ha pasado porque ya estaba ante ella lo que más ansiaban y esperaban, el  Mesías.
En la Iglesia, en nuestra sociedad, nos hemos quedado en ciertas cuestiones en la herencia veterotestamentaria de los patriarcas, reyes y profetas y no estamos sabiendo llevar a nuestra vida el legado de la Nueva Alianza  que nos ofrece Jesús. Seguimos viviendo en el pasado, casi con los mismos prejuicios, rechazos y leyes sin acogernos al agua viva que lo renueva todo y calma la sed definitivamente.
La samaritana, despreciada por muchos de su entorno, se sorprende al comprobar que Jesús conoce su historia, su vida… y que, aún así, se acerca a ella. Dios conoce nuestra vida, sabe de nuestros tropiezos y de las barreras que nos parecen imposibles superar, sabe de nuestras cualidades y dones pero también de nuestras miserias a las que nos agarramos como si fueran nuestra tabla de salvación en este mundo. Vivir de espaldas a Dios es negarnos a nosotros mismos. Dios no nos pide más de lo que podemos dar pero tampoco menos; Somos nosotros los que, a pesar de nuestras debilidades e imperfecciones, debemos vivir en espíritu y verdad, porque Dios nos ofrece esa agua, esa posibilidad de volver a empezar sin juzgarnos por nuestra vida, a veces poco ejemplar, como le pasaba a la mujer de Samaría.
Imagino que debió ser un diálogo tranquilo, extenso y sin prisas en dónde los prejuicios se iban transformando en oportunidades. Así ha de ser nuestra vida, un diálogo continuo con el Dios de la vida, que mora en nuestro interior, en el que vayamos descubriendo cual es nuestro camino y cómo recorrerlo.
 

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