sábado, 7 de enero de 2017

Ven Espíritu, ven...(Mt 3, 13-17)

“Soy yo el que necesita que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”. Puede resultarnos curioso que a pesar de que en episodios precedentes (Visitación de María a Isabel, anuncio del Mesías por Juan Bautista) la importancia y primacía era toda para Jesús ante la figura de Juan, ahora es Jesús el que baja al Jordán buscando a Juan para ser bautizado por él. Esto es algo que hasta al mismo Juan le sorprende, y por eso, en un principio, se niega a concederse el privilegio de bautizar al que ya antes había reconocido como Mesías.
Jesús acepta encarnarse con todas las consecuencias; Aceptar ser humano es saber cuál es el lugar de cada uno delante de los demás y de Dios mimo. Jesús ha de humillarse para luego poder ser ensalzado por méritos propios y no por títulos que le puedan ser concedidos previamente por algunos, sólo algunos, que ya lo habían reconocido. A Jesús le faltaba pasar aún por muchas etapas, muchas de ellas amargas y dolorosas, antes de ser reconocido a priori como el esperado. Si Jesús quería y buscaba un cambio en su pueblo había de cambiar antes ideas preconcebidas o quizás malinterpretadas en relación al Mesías que debía llegar, y para ello debía estar y vivir con su pueblo. Jesús quiere tomar carne humana y con ello asume alegrías pero también dolor, por eso no acepta reverencias prematuras.
“Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu Santo bajaba como una paloma y se posaba sobre él”. Juan había estado predicando un bautismo de agua previo arrepentimiento de los pecados. Jesús promete, con el bautismo, al mismo Espíritu Santo y con ello convertirnos en verdaderos hijos de Dios. También bautizándose, Jesús, se rebaja a lo más humano. El bautismo de Juan conlleva reconocer faltas y pecados (algo que Jesús no tiene) pero para él era muy importante experimentarlo y que todos vieran que por ahí empezaba un cambio.
Con nuestro bautismo cristiano estamos arropados y protegidos por la gracia del Espíritu Santo. Este mismo Espíritu ha de guiarnos y de hacernos dilucidar en cada momento cuál es nuestra misión dentro de la comunidad eclesial y dentro de la comunidad humana. No hemos de tener miedo en la Iglesia a una renovación constante según vaya guiándonos el Espíritu; Lo peor que puede pasarnos en la comunidad eclesial es quedarnos anclados en el pasado por la seguridad de lo que ha funcionado y por el miedo a equivocarnos.
Sólo podremos llegar a una transformación de la Iglesia, a una Iglesia que realmente responda a las necesidades de nuestro mundo, desde una transformación-conversión del corazón individual. Las promesas bautismales han de ser renovadas constantemente porque, aunque el Espíritu permanece en nosotros desde nuestro bautismo, nuestro compromiso puede acomodarse hasta incluso llegar a ser anti-testimonio.
Que el Espíritu recibido en el bautismo nos ayude a transformarnos para transformar nuestra comunidad en una comunidad viva, que sea verdadero testimonio en el mundo que nos ha tocado vivir. Mundo que necesita el Espíritu de Dios como la cierva busca los torrentes de agua viva.

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