Las palabras de Jesús sobre “el
Pan de Vida”, refiriéndose a sí mismo: “Mi
carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”, escandalizan de
tal forma, no solo a la gente del pueblo y dirigentes sino también a alguno de
sus discípulos, que dejan de seguirlo cargados de razón: “¿quién puede hacerle caso?”.
Jesús sabe que sus palabras no
sólo interpelan sino que requieren un cambio en la persona que mucha gente no
está dispuesta o no puede aceptar. Ese cambio supondría renovar su fe de tal
manera que muchas de las cosas que hasta la fecha habían venido creyendo como
la más pura ortodoxia, deberían ser abandonadas para acogerse a la Verdad que
viene directamente del mismo Dios; algo que aquellos judíos no pueden tolerar,
o al menos digerir, de la noche a la mañana. Pero Jesús no puede echarse atrás
porque sabe que su tiempo es muy limitado y la grandeza de la Buena Noticia no
puede frenarse. Si con esas palabras se escandalizan ¿qué no pensarán cuando
les hable de su origen y su propia resurrección? Y estos sí son presupuestos
indispensables para la fe en Jesús a los que cualquier discípulo que presuma
llamarse así no puede renunciar.
“¿También vosotros queréis
marcharos?”. Por supuesto, Jesús respeta la libertad personal y el
proceso de cada individuo, asumiendo que no todos llevamos el mismo ritmo y no
todos podemos creer en sus palabras. De hecho, Él mismo, se lo deja claro a los
discípulos que le estaban escuchando: “Por eso os he dicho que nadie puede venir a
mí, si el Padre no se lo concede”.
En este pasaje, el evangelista Juan utiliza un lenguaje muy
rotundo, directo y escandalizador para muchos, propio de una comunidad
judeo-cristiana que tiene claro que, para seguir adelante, ha de romper con la
tradición más aferrada y hermética, con la ortodoxia de la comunidad Jerosolimitana
que aún le cuesta aceptar a Jesús como mesías y sólo puede verlo como profeta.
Pero esta fe en Jesús como profeta-maestro no es, ni mucho menos, suficiente
para poder ser sus discípulos; alguien tiene que dejar claro que, para aceptar
lo nuevo y purificador, se ha de abandonar lo viejo.
Este planteamiento no es nada
antiguo, todo lo contrario, está más vigente que nunca hoy también en nuestra
Iglesia. En varias ocasiones he leído de expertos vaticanistas que, en realidad,
aunque ya se hayan cumplido más de cincuenta años de la celebración del
Vaticano II, nos queda mucho por andar para alcanzar todas sus propuestas. Parece mentira que en una
sociedad tan frenética para muchas cosas y con la mente tan abierta para otras,
aún nos de miedo romper con muchas ideas y costumbres que, además de quedarse
viejas y sin sentido, hacen daño. Me duele leer críticas feroces al papa
Francisco; se puede o no estar de acuerdo con algunos de sus pensamientos y
opinar sobre ellos, faltaría más, pero eso no justifica las críticas
despiadadas y fuera de toda corrección fraterna, típicas del enemigo más feroz
que recuerdan más a Nerón que a hermanos en la fe.
No es de extrañar que,
escandalizados entre el inmovilismo de unos y las críticas despiadadas de otros
muchos, bastantes hermanos abandonen la comunidad; de eso, todos los que
consideramos que aún estamos dentro, sabemos un poco viendo nuestras
celebraciones cada vez más mermadas. Y por supuesto que son decisiones personales y libres, pero nosotros
muchas veces con nuestras actitudes no animamos a que se queden.
Es cierto que no todos pueden,
como he dicho antes, y que quizás sea necesaria esta marcha de algunos para que
la comunidad se purifique de las cosas viejas y comience una nueva etapa. Lo
que también es cierto es que Jesús nos interpela constantemente también a
nosotros preguntándonos si aún queremos seguir con Él: “¿queréis marcharos?” y
nosotros intentando ser buenos discípulos respondemos cada día: “Señor
¿a quién vamos a acudir?”; ¿Con quién mejor que contigo? “Tú
tienes palabras de vida eterna”.