Que
un humano sea víctima de las acciones u omisiones de otros es algo
desgraciadamente (o quizás afortunadamente, según cómo se mire) común. Sabemos
que nuestras palabras, acciones o falta de implicación y compromiso afectan,
directa e indirectamente, a los que nos rodean. Por tanto, lo que hace que la pasión
de Jesús sea un hecho impresionante, no es tanto la condena, sufrimiento y
padecimiento de Jesús como humano, sino la actitud con la que afrontó dichas
traiciones, mentiras y conspiraciones tanto políticas como religiosas. Fue su
entrega total, su coherencia ante el proyecto del Reino de Dios, lo que hizo
que transcendiera; Fue su apuesta firme y decidida, su amor universal.
Seguramente
Jesús pasó desapercibido como Hijo de Dios para muchas personas en su tiempo, y
también en el nuestro. Hubo muchos que no le aceptaron como Mesías. Pero lo que
no pasó desapercibida fue su actitud ante la adversidad y el dolor, su apuesta
por la justicia y los más desfavorecidos, y la coherencia de vida hasta el
extremo.
Jesús
fue víctima de la cerrazón humana y los intereses políticos y religiosos. Fue
condenado por la religión, por eso Él no quiso identificar absoluta y
únicamente a Dios-Padre con la religión, porque sabía de las debilidades
humanas, y por tanto, de los errores de aquellos que encabezan grupos humanos,
sean de la condición que sean. Jesús fue judío y actuó como tal, renovando
aquello que pervertía la religión. Él caminó en este mundo guiado por la
misericordia y el amor; Y es cierto que lo hizo como judío, pero también
demostró que dentro de la religión no todo es perfecto (prueba de ello fue su
condena) y que son necesarios los cambios.
Hoy
muchas personas sufren y mueren por nuestras malas decisiones, intereses
políticos e incluso por nuestro dormir religioso pasivo y burgués. La pasión de
Jesús se vuelve a repetir, desgraciadamente, con bastante frecuencia. Seguimos
matando en el nombre de Dios. Y hay muchas formas de matar: refugiados que
huyen de su hogar porque hay alguien que no acepta que haya más hijos de Dios
que ellos mismos, atentados en lugares concurridos (esta semana en Bruselas)
previo grito del nombre de Dios como si fuera Él el que dirige las células
terroristas, decisiones de cualquiera de las religiones que denigran a la
persona y la excluyen porque no aceptamos a los hermanos…
Celebramos
un año tras otro el recuerdo de la semana santa y pascua, pero me da la
sensación de que lo que celebramos es simplemente eso, un recuerdo, y que no llegamos
a entender lo que significa el cambio hacia una nueva humanidad, no llegamos a
entender cuál es el proyecto del reino destinado para nosotros.
Por
eso, hoy más que nunca, necesitamos la resurrección. Necesitamos resucitar a
una vida nueva. Morir a nuestros egoísmos e intransigencias humanas y
religiosas, para poner el valor de la vida donde se merece, para entender que
no hay nada más importante que sentirse amado y amar, y que sólo merece la pena
morir si se hace desde ese amor incondicional. Hoy, ante tanta duda y escepticismo
entorno al centro de nuestra fe, necesitamos más que nunca la resurrección.